Vivimos en un mundo dado; construido, en el que nos insertamos aprendiendo la forma en la que se vive, las creencias, las certezas, las incertidumbres: todo. Entre tanto, se aprenden y se asumen las construcciones que se han hecho de lo social, cuyos antecedentes se remontan a la época clásica y están profunda e históricamente vinculadas con los discursos que las clases dominantes han elucubrado para sostener su posición, y que con la expansión colonialista ha terminado por impregnar occidente, si no es que ya todo el mundo, y es esta construcción precisamente la que ha categorizado lo propio de un grupo y lo perteneciente al otro, en dicotomías que distinguen asignando un valor superior a lo hegemónico: como la raza, la religión, el género, la preferencia sexual, el idioma, por ejemplificar algunos.
“Asistimos, más bien, a una transición del colonialismo moderno a la colonialidad global, proceso que ciertamente ha transformado las formas de dominación desplegadas por la modernidad, pero no la estructura de las relaciones centro-periferia a escala mundial. Las nuevas instituciones del capital global, tales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), así como organizaciones militares como la OTAN, las agencias de inteligencia y el Pentágono, todas conformadas después de la Segunda Guerra Mundial y del supuesto fin del colonialismo, mantienen a la periferia en una posición subordinada.” (Castro Gómez & Grosfoguél, 2007, pág. 13)
En un mundo estructurado bajo esta lógica de dominio capitalista, todo se vuelve objeto y por lo tanto es susceptible de ser mercancía, incluso el ser humano, quien, si bien no se vende, arrenda su fuerza de trabajo al tiempo que sujeta su propia construcción, la de sus cualidades y apariencia, e incluso la de la producción del conocimiento, a un modo de vida que está impuesto desde el imperio.
“A fines del siglo de las luces asistimos al nacimiento de lo que C. P. Snow denominó las dos culturas. La ciencia comenzó a definirse por su contenido empírico, a ser entendida ante todo como una búsqueda de la verdad a través de la investigación, a diferencia de lo que estaban haciendo los filósofos, especular o deducir de algún modo. Fue una continuación de la ruptura entre la filosofía y la teología; aquí se daba un paso más hacia un sistema de conocimiento íntegramente secularizado”. (Wallerstein, 1996, pág. 1)
En este sentido, el arte no es ajeno, pensando en términos de lo que Adorno denomina Industrias culturales, en otras palabras, la transformación de obras de arte en objetos al servicio de la comodidad, que de muchas maneras, a través de los medios masivos son exportadas a todo el mundo desde las culturas hegemónicas, que simultáneamente lo imponen como lo de más valor, lo adecuado y lo vanguardista.
Tanto Adorno como Walter Benjamín consideran que el auge de la sociedad de masas es un síntoma de una era degradada en la que el arte sólo es una fuente de gratificación para ser consumida, establecen que si bien “…la autonomía de las obras de arte, que ciertamente no ha existido casi jamás en forma pura, y ha estado siempre señalada por la búsqueda del efecto, se vio abolida por la industria cultural” (Romero González, 2010, pág. 53) . Los productos de la industria cultural no son también mercancías, sino que lo son ya en sí de manera integral, lo que provoca que ya no se esté obligado a buscar un beneficio inmediato, sino que éste desborda esos límites. Por lo cual el arte es otro elemento que se integra al mercantilismo como una cosa para ser vendida, que a la vez, está cargada de representaciones que reflejan y reproducen la cultura desde donde son generadas, en un contexto global que se extiende, a través de los medios de comunicación, por todo el mundo, de modo tal que favorece a quienes determinan los contenidos de los emporios mediáticos mundiales. El cine y la música son los casos ejemplares que ilustran esto.
Esta transformación en el arte es un paso más en el recorrido de lo que a lo largo de la historia se ha pensado acerca de la música, que ha ido de la imitación natural, al lenguaje del espíritu y, entre muchas, de instrumento de la identidad a mercancía.
Los orígenes de la música se desconocen, por lo que se le ha categorizado como un arte ancestral inherente a la naturaleza humana:
“…ubican el inicio de la música en los sonidos o los ruidos que los primeros hombres hicieron para apropiarse de los espíritus de los animales y poder cazarlos. Estas suposiciones parten de un principio mimético. La música nace (…) por imitación. Tal teoría concibe las primeras manifestaciones rítmicas como simples imitaciones del trote, el galope, el salto y el ritmo de las aves que el hombre del paleolítico cazaba.” (Montoya Campuzano, 2005, pág. 58)
Por su parte Aristóteles consideraba, de la misma manera, que el origen de la música respondía a una necesidad del hombre de imitar la naturaleza, aunque también, para los griegos, la música tenía un doble orígen además del natural, uno mítico y uno científico. El primero representado por Orfeo, y el segundo por Pitágoras, a quien se le considera el fundador de la ciencia musical desde una perspectiva matemática, la cual es la que se ha extendido en el mundo occidental hasta nuestros días. “A Pitágoras se le conoció en la Antigüedad como inventor de la música…” Ibidem (pág. 59) . Según diversos musicólogos la música se ha asociado con la imitación de la naturaleza, la religión, la socializaciónidentitario, desde su uso para la identificación de pertenencia a pequeñas comunidades primitivas, los toques para identificar los bandos en los enfrentamientos bélicos, hasta lo que hoy se denomina como tribus urbanas, y esto se debe a que sobre todo, la música sirve para expresar, y en esta capacidad va implícita la posibilidad de reflejar el entorno donde nace:
“A través de la música podremos saber y sentir las manifestaciones de nuestros pueblos, sus conflictos y aspiraciones, y ser más conscientes de los graves problemas que los aquejan como el racismo, la segregación social y cultural; igualmente, aprendemos a valorizar su pasado histórico, artístico y milenario, base de nuestra identidad.” (García, 2007)
Esta relación con la identidad termina siendo una cuestión social, sobre todo para aquellos que la creación de la identidad propia resulta algo de gran trascendencia y que utilizan la música como un elemento de gran importancia en este proceso:
“En el proceso de construcción de la identidad juvenil, este sector comienza a hacerse de bienes simbólicos a través de los cuales marcar su diferencia frente a los adultos: la música, la vestimenta, el lenguaje y la actitud, así como la delimitación de territorios y prácticas que les sean propios.” (Domínguez, 2006)
Las nociones de juventud e identidad fueron acuñadas en la década de los años sesenta con una estrecha relación con los cambios en la organización social que se suscitaron posteriores a la segunda guerra mundial. Desde entonces se conjugaron la música y la juventud, en una mancuerna de diferenciación social en búsqueda de la identidad. Como lo enuncia Erving Goffman en su ensayo sobre la identidad estigmatizada, la teoría de la identidad se construye a partir de 1968, diferenciando tres posibles tipos de estigmas identitarios: Las abominaciones del cuerpo, los defectos de carácter del individuo que se perciben como falta de voluntad, pasiones tiránicas o antinaturales, creencias rígidas y falsas, y, los estigmas tribales de la raza, la nación y religión. Con respecto a la identidad estigmatizada grupal, sólo la denomina como estigmas tribales.
“Entendiendo por estigma aquellos atributos, conjunto de elementos externos del sujeto, observables socialmente, cercanos al estereotipo como clasificación tipológica que se acuerda socialmente y tiene connotaciones discriminatorias, que implica la no aceptación o el rechazo de la agencia que se presente como diferente o no común a los parámetros sociales de aceptación establecidos (…) Cuando el estereotipo es despreciativo, infamante y discriminatorio, se convierte en un estigma, es decir, una forma de categorización social que fija atributos profundamente desacreditables.” (Centeno, 2009)
En este sentido, el uso de la música como generador de identidad, es un distintivo que a la vez que integra, separa. En este sentido es importante reflexionar los estigmas que musicalmente los grupos hegemónicos han depositado sobre las clases marginadas, generando una representación denostativa que se vincula a las nociones de nacos, violentos, y de poca instrucción, que se relacionan con géneros como el rock urbano, la música tradicional de carácter indígena, y la música popular para bailar, como la cumbia y el duranguense, por mencionar algunas.
Esta estigmatización infundada, categoriza socialmente en estratos que se enuncian como música de los pobres, lo que es una de tantas necedades que se integran a la enorme lista de resultantes de una globalización que ha empujado el mundo hacia la intolerancia y la marginación extremas.
Estas estigmatizaciones que por medio de la música categorizan lo social tienen que ver con un proceso de traducción simbólica que las clases hegemónicas nacionales hacen de las importaciones de los países dominantes, razón que fortalece el imperialismo cultural y fomenta la discriminación de lo local, en otras palabras, el malinchismo, que no es sino el desprecio de todo aquello que no se asemeje, en forma y sustancia, a lo europeo.
La división del mundo en centro - periferia, en norte - sur, en raza blanca – no blanca, encaja en la estructura vertical de dominación que se viene desarrollando en occidente desde siempre, lo que forza a los grupos débiles a encajar de manera obligada y violentada en todo aquello que no les corresponde, pero que es reconocido como lo correcto, lo adecuado, lo bien hecho, lo profesional: lo superior.
“En mi opinión, la alternativa a la teoría general es el trabajo de traducción. La traducción es el procedimiento que permite crear inteligibilidad recíproca entre las experiencias del mundo, tanto las disponibles como las posibles, relevadas por la sociología de las ausencias y la sociología de las emergencias. Se trata de un procedimiento que no atribuye a ningún conjunto de experiencias ni el estatuto de totalidad exclusiva ni el estatuto de parte homogénea. Las experiencias del mundo son tratadas en momentos diferentes del trabajo de traducción como totalidades o partes y como realidades que no se agotan en esas totalidades o partes. Por ejemplo, ver lo subalterno tanto dentro como fuera de la relación de subalternidad. Como afirma Banuri (1990), lo que afectó más negativamente al Sur a partir del inicio del colonialismo fue haber concentrado sus energías en la adaptación y resistencias a las imposiciones del norte” (De Sousa Santos, 2009, págs. 136 - 137)
En lo referente al arte, la música tiene una imagen ya dada que reposa en capas de artificialidad lejanas a su propio ser: el sonido, pues entre más significados le competen, más se oculta, y viceversa, en tanto que la música es más sonido y emoción que valor simbólico. Es más música lejos de la significación. Sin embargo la sociedad actual se acerca a la música a través de una relación de significatividad con la vida. Un mundo donde la música sale al encuentro del ser humano desde el vientre, el sueño, la iglesia, la limpieza del hogar, los viajes, los bailes, las fiestas e innumerables situaciones más. Por una parte el mundo ya interpretado nos antecede lleno de estándares acerca de la música y los músicos. Capas donde la industria ha parido el molde definido y clasificado. Hay incluso historias legendarias de dominio popular que fomentan un imaginario acerca de la música como vínculo de socialización, la música como transmisor de la historia, la música como forma de vida tormentosa y entregada a los placeres, entre otras, de la cuales cada una tiene una figura protagónica como el músico iluminado, el músico atormentado, el músico rebelde, el músico inalcanzable, por mencionar algunas; y todas se legitiman mediante la antropología, la historia del arte, la literatura, el cine y, ahora, la industria musical.
Este torrente de la maquila en serie ha dotado de apariencia a algo que entra por otro sentido, generando un enredo sinestésico que oculta a la misma música debajo de la imagen, debajo del protagonista, toda su parafernalia y todas sus leyendas. Molde en el que las clases dominadas no encajan (ni deberían) ni a nivel de infraestructura, instrucción, posibilidades, ni fenotipo, pero que cada vez es más deseable encajar, por lo que la aspiración se va volviendo una negación de lo propio que da la espalda a lo local y lo tradicional, y que en consecuencia va siendo vehículo de las clases hegemónicas en un proceso de estandarización a partir de la dilución de las identidades de los dominados en pos de un mimetismo con la propuesta global, de una sola forma en la que en realidad tampoco están incluidos.
“No hay un modo único o unívoco de no existir, ya que son varias las lógicas y los procesos a través de los cuales la razón metonímica produce la no existencia de lo que cabe en su totalidad y en su tiempo lineal. Hay producción de no existencia siempre que una entidad dada es descalificada y tornada invisible, ininteligible o descartable de un modo irreversible. Lo que une a las diferentes lógicas de producción de no existencia es que todas sean manifestaciones de la misma monocultura racional” (De Sousa Santos, 2009, pág. 109)
Actualmente la sociedad sigue una inercia hacia instrumentar el sentido de la vida e incluso organizarla, con base en la cultura del consumo, donde la máxima aspiración es el modo de vida de las clases dominantes que se representa a través de los medios, y que los estratos más desfavorecidos económicamente intentan apropiarse en una suerte de adaptación de los patrones de conducta propios de grupos hegemónicos.
Este aspecto ha contribuido en gran medida con el crecimiento de las industrias culturales y con el establecimiento de las transnacionales de la comunicación, en territorios considerados como focos de consumo e indudables generadores de ganancias. Caso de América Latina, donde la pobreza se ha incrementado desde la implementación del neoliberalismo, al tiempo que ha dado a luz no sólo a algunas de las fortunas más grandes del mundo, sino a emporios mediáticos como Televisa y El Globo, industrias que imponen los gustos y las preferencias que en un determinado momento consideran pertinentes, y desde sus adentros las emanan en un proceso de generación de opinión pública, moda y gustos populares.
“Teodoro Adorno llegó a calificar este fenómeno como Estandarización Cultural luego de un estudio realizado sobre la música popular On popular music, donde descubrió que numerosos musicales de determinado tipo son impuestos por los monopolios de la industria cultural para ser promovidos masivamente (…) Estos gustos o preferencias no son sólo impuestos en el ámbito del entretenimiento como la música, las películas, documentales y demás producciones. También son impuestos sutilmente en el ámbito de la política, cuando contribuyen -a través de la transmisión de constantes propagandas- al apoyo de ciertas causas y actores.” (Herrera, 2004, pág. 4)
Este esquema de producción industrial del arte sirve a las clases hegemónicas principalmente en términos económicos y en términos de legitimidad. A través de un negocio internacional se pueden generar cifras multimillonarias que encumbran el arte de algunos como la directriz, dejando al resto a manifestaciones de tercer mundo, de bajo presupuesto, o cercanas al folklor y a lo tradicional.
“… la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido, como sí, a través de la alegoría más o menos transparente de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una misma y sola persona, el autor, la que estaría entregando sus confidencias.” (Barthes, 1975, pág. 41)
Como sugiere Barthes, la visión del grupo dominante es la que se manifiesta a través de la producción artística con la que se inunda el mundo, y esa visión es la que se autofavorece marginando a esa gran parte del mundo que solamente puede participar como consumidor, y que estructuralmente se le niega la posibilidad de producir aquello que ya de entrada lleva el estigma de la inferioridad, y que como única opción le queda la adopción de características de la cultura dominante para poder pertenecer al gran negocio incluyéndose con la etiqueta de Artista Latino.
La época actual se contextualiza a partir de lo que Baudrillard llamaría el simulacro; la espectacularización, el construir un mito en función de lo que puede llegar a parecer. En este sentido queda de lado el contenido y el significado para dar paso a la forma; es decir, no se busca cuestionar la realidad, no se busca el pensar sino el sentir, convertirse en parte de una masificación en la cual el individuo pierde la capacidad de interpretar o de apropiarse de la obra de arte; y se genera un contenido y significado estandarizado; es decir, el contenido o la expresión de la obra recae en el discurso oficial que lo sustenta; la capacidad estética que es inherente a toda obra, está dada por la representación que hace del imperio, y se vuelve un recipiente hueco como artilugio de recordatorio acerca de la posición que cada grupo ocupa en el estrato social internacional.
Lo más curioso es que al interior de cada país, en todos los niveles, este esquema se reproduce hasta el hartazgo, de modo tal, que las clases dominantes, asumiéndose como representantes de la occidentalidad, embajadores del eurocentrismo, propietarios de los medios de producción y el poder económico y político, ocupantes del centro, también tienen esta relación con el arte, y desde su posición privilegiada, determinan las categorías en las que terminan por encajarse los diferentes géneros musicales, y los añadidos simbólicos que devienen en estigmas.
El caso del género pop es el representativo del grupo hegemónico, que se vincula al buen vivir europeizado, “El pop sabe perfectamente que la expresión fundamental de la persona es el estilo (…) quitemos el estilo y el hombre desaparece” (Barthes, Lo obvio y lo obtuso, 1995, pág. 39) Barthes nos habla que “… el objeto, para el pop art, no es sino el resultado de una resta: todo lo que queda de una lata de conserva cuando, mentalmente, ya la hemos amputado de todos sus temas y de todos sus usos posibles.” Ibidem (pág. 42) . El pop es el género bandera de la industria de la música; basado en estudios de mercado centra su importancia en el diseño de imagen y la payola: “Acto de presionar a una empresa, estación de radio o locutor, por medio de sobornos o amenazas para promover a un grupo musical o artista.” (definición.org, 2011) , y que a la vez está cargado de representaciones acerca de las clases altas. Este género identifica a las clases altas y ocupa un lugar en oposición a las clases dominadas.
“La primera razón por la cual disfrutamos de la música popular se debe a su uso como respuesta a cuestiones de identidad: usamos las canciones del pop para crearnos a nosotros mismos una especie de autodefinición particular, para darnos un lugar en el seno de la sociedad. El placer que provoca la música pop es un placer de identificación con la música que nos gusta, con los intérpretes de esa música, con otras personas a las que también les gusta. Y es importante señalar que la producción de identidad es también una producción de no-identidad, en un proceso de inclusión y de exclusión.” (Frith, 1981)
Entonces la música juega un papel social identitario, que cuando es utilizado despectivamente, resulta un estigma social que se suma a las condiciones de marginación de algunos grupos y que se integra a la violencia cultural.
Pensar en los jóvenes de clase marginada es hablar de un grupo numeroso en América Latina que ha visto en los últimos treinta años, recortadas sus posibilidades de desarrollar sus potencialidades, y que a la vez requiere de éstas, más que cualquier otro grupo, para construir, entre otras cosas, su identidad:
“Los jóvenes marginados, desde sus áreas de confinamiento social, desde sus escasas oportunidades de participar y decidir, desde su inhabilitación y sus espacios reducidos para el desarrollo personal y comunal, aún en sus precarias condiciones de formación y subsistencia, representan la mayor fuente potencial de recursos humanos para el desarrollo integral de nuestro país.” (AALEADER, 2010)
Ser joven en México, como lo comenta el investigador José Antonio Pérez Islas en Visiones y versiones. Jóvenes, instituciones y políticas de juventud, es un constructo que se organiza desde la visión de la adultez, el grupo hegemónico, adquiriendo un estatus de indefinición y de subordinación donde se les prepara, se les forma, se les recluye, se les castiga, pero no se les reconoce sino como consumidores improductivos “con potencialidades para el futuro
pero no para el presente” (Pérez Islas, 2000, pág. 233)
Según Rossana Reguillo, en Pensar los jóvenes, un debate necesario, los jóvenes han sido importantes protagonistas de la historia del siglo XX. Su irrupción en la escena pública contemporánea de América Latina se ubica en la época de los movimientos estudiantiles de finales de la década de los sesenta.
Coincidentemente, a la par de las crisis de los años ochenta y la creciente implementación del neoliberalismo, la construcción de la idea del grupo social de jóvenes, comenzó a asomar en la escena pública a principios de la década de los años setenta y comenzó a volverse relevante como actor político, en un contexto de pocas oportunidades para aquellos que atraviesan la etapa en la que más se requieren de opciones para la construcción de la propia identidad y la instrumentación del sentido de vida.
El crecimiento de la pobreza sumado a la reducción en el gasto social, acotó las posibilidades de un grupo creciente que iba ocupando a paso firme el grueso de la campana poblacional en México, pero que no encontraba respuestas a sus necesidades de parte de un Estado que se iba desentendiendo del contexto, y por el contrario, respondiendo a las consecuencias con acciones principalmente punitivas.
“…para el presente de la sociedad mexicana, podemos afirmar (…) que efecto directo de las transmutaciones en la estructura del orden capitalista, cada vez más acelerado es el proceso de exclusión a que están siendo sometidos los jóvenes por la lógica del mercado provocando en ellos el convencimiento del no future con una ausencia de porvenir (…) la severa crisis de expectativas en la sociedad mexicana fruto de la dilatada contradicción estructural entre una cultura que exalta y homogeneiza las aspiraciones de consumo (…) pero que choca abruptamente con una coyuntura económica restrictiva y anuladora de tales anhelos (…) mientras la pobreza aumenta en sus índices (…) se enfrentan mínimas oportunidades de empleos a pesar de tener mejores condiciones de escolaridad (...) un estancamiento económico que ha condenado a buena parte de la población a vivir bajo la sombra de la pobreza y la extrema pobreza. (Mora Heredia & Raúl, 2006, pág. 12)
Integrando lo anterior tenemos un contexto desfavorable para un grupo vulnerable con las posibilidades acotadas, que crece en número y profundiza su situación de desventaja, y que a la vez que padece la marginación real dada por las condiciones de vida, es sujeta a una estigmatización que la tipifica como el estrato de donde brota la delincuencia, desde la educación como analfabeta, desde los estudios de género como la más inequitativa y violenta, y por si fuera poco, desde el arte que la cataloga como los géneros para gente inculta, de clase baja, de mala calidad y mal gusto.
Esta construcción deja a las clases bajas como única categoría: la barbarie, idea que proviene de una macroestructura intolerante que se ha exacerbado con la coyuntura de la globalización, el neoliberalismo y toda la idea de progreso elucubrada en la modernidad.
“Mientras se configuraba el nuevo poder económico y político que se conocería como neoliberalismo, los jóvenes del continente empezaron a ser pensados como los responsables de la violencia en las ciudades. Desmovilizados por el consumo y las drogas, aparentemente los únicos factores aglutinantes de las culturas juveniles, los jóvenes se volvieron visibles como problema social.” (Reguillo, Pensar los jóvenes. Un debate necesario, 2000, pág. 20)
En conclusión, la música, dadas las condiciones actuales, puede ser un instrumento, o por lo menos vehículo para reflejar las posiciones de los grupos dominantes a nivel mundial, y también a nivel nacional y local, y en este reflejo de sus posiciones se manifiesta la categorización occidental de las dicotomías de dominación que dividen en estratos a la sociedad en un nuevo esquema mundial, de manera tal que se desprecia y se descalifica todo aquello que no pertenezca a lo dominante. En este proceso, el arte, es un territorio más donde puede apreciarse dicho fenómeno de marginación, que es resultado de la violencia estructural que limita el acceso a la capacitación, infraestructura, manufactura, y distribución, por parte de las clases desfavorecidas, a la industria de la música, pero a la vez, también un resultado de la violencia cultural que ya de entrada tipifica a ciertos grupos como inferiores y por lo tanto constriñe toda producción artística a la sentencia de lo imperfecto, y que desde la visión local, se manifiesta a través de estigmas sociales circunscribiendo en estereotipos denigrantes géneros musicales y quienes gustan de ellos.
Finalmente, esta estigmatización, favorece principalmente a los grupos de poder, que se enriquecen a partir de la industria de la música y se legitiman, y más allá, a través del estigma se ocultan las razones que gestan las condiciones difíciles que enfrenta la juventud marginada, orígenes que dependen de la desigualdad, y que más allá de un género musical corresponden a políticas económicas mal instrumentadas que generan miseria.
Hablar de un género musical, en la actualidad implica hablar de un agregado simbólico que condensa ideas, y por lo tanto genera identidad en algunos grupos, sobre todo en los jóvenes, y esas identidades se ven profundamente incididas por los discursos impuestos desde lo macro expandidos por occidente con una fuerte carga ideológica clasista y racista, a la que pertenece un grupo específico, el dominante, y que más que incluir sirve para separar y remarcar una diferencia que subraya la pretensión de superioridad de unos cuantos, y la inocencia de una mayoría que, no sólo aspira: anhela, asemejarse a los imaginarios que le plantean los medios masivos, sin plena conciencia de que en ese proceso de construcción de identidad, se alejan de su identidad más próxima como insectos flotando hacia la bombilla que los incinerará, y que es el simulacro, el espejismo del capitalismo, la melodía de Hamelín que arrastra a la miseria a una mayoría, sometida por dopaje a una minoría que controla, inversa a la noción de democracia, a un cúmulo de seres que entre la identidad y la estigmatización, son valuados, en la actualidad, más como fuerza de trabajo, que como individuos.
BIBLIOGRAFÍA
AALEADER. (2010). AALEADER. Recuperado el 4 de Noviembre de 2011, de Marginación Económica, Política y Social en México: http://www.aaleader.tcu.edu/Mexico%202002.pdf
Barthes, R. (1975). El susurro del lenguaje, más alla de la palabra y la escritura. Barcelona: Paidós.
Barthes, R. (1995). Lo obvio y lo obtuso. Barcelona: Paidós.
Centeno, J. C. (2009). Ensayo sobre la identidad estigmatizada desde la teoría de Erving Goffman. TRANS: Revista transcultural de música, 35-40.
Cerrillo G., O. (2011). "El Violín": Música, diferencia y derechos fundamentales. Aún Sin Publicar, 1-11.
definición.org. (11 de 12 de 2011). Definicion. Recuperado el 11 de 12 de 2011, de Definición: http://www.definicion.org/
Domínguez, A. L. (2006). Territorios musicales e identidad, la dimensión social de la música. Ualaid, 4-31.
Frith, S. (1981). Sound effects. Youth, Leisure and the Politics of Rock'n'roll. Nueva York: Jucár.
García, K. (2007). Música e Identidad. TRENER, 1-3.
Herrera, M. (2004). Losmedios de comunicación social en la sociedad capitalista actual. razón y palabra, 1-12.
Montoya Campuzano, P. (2005). Los pasos perdidos y las teorías sobre el orígen de la música. EAFIT, 57-66.
Mora Heredia, J., & Raúl, R. (2006). Violencia y Crisis de Autoridad en México. El Cotidiano, 7-17.
Pérez Islas, J. A. (2000). Visiones y versiones. Jóvenes, instituciones y políticas de juventud. Umbrales, 195-233.
Proyecto Filosofía en Español. (2008). Diccionario Filosófico. Oviedo: Fundación Gustavo Bueno.
Reguillo, R. (2000). Pensar los jóvenes. Un debate necesario. En R. Reguillo, Emergencia de culturas juveniles. Estrategias del desencanto (págs. 19-47). Bogotá: Grupo editorial Norma.
Romero González, M. (2010). El concepto de Industria Cultural en Theodor Adorno. Interior Gráfico, 50-63.
No hay comentarios:
Publicar un comentario